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NARRATIVE

CONCURSO ZENDA
Montgomery, Alabama

Llevaba años cargando con el peso del silencio. Era algo normal, todo el mundo lo llevaba a sus espaldas. La ignorancia e inocencia de los más pequeños hacía que la carga fuera más ligera; con los años los más mayores acababan por andar encorbados. Grandes chepas ocultaban su mirada que siempre caía hacia el suelo, como gotas de agua: lenta y pasivamente. Ella, como todos a su edad, empezaba a realizar la transición de la ignorancia a la experiencia. Empezaba a notar más la carga. Durante la semana iba llenando su mochila con gestos y palabras, miradas y susurros. Pero a diferencia de los demás, ella no bajaba la mirada. Ella observaba. Y la imagen que se le presentaba era tan dispar que le impedía dejar caer sus ojos en la calzada. No era necesario leer las atrocidades que de vez en cuando aparecían en algún periódico, ni escuchar historias de familiares y amigos circulando por el barrio. No hacía falta presenciar una escena violenta ni asistir a ningún entierro para ver con claridad que las cosas no iban bien. No obstante, aun sabiéndolo, nunca se había atrevido a cuestionarse sobre el tema. Esa mañana había caminado hasta el trabajo, pues había madrugado más de lo normal. Una mujer rubia se le había cruzado a dos calles de la tienda donde trabajaba. Caminaba erguida, y al pasar por su lado una mirada de desprecio se posó en su mochila. Medio gramo más. Al llegar a los almacenes se cruzó con Michael Milner en las fuentes; era un hombre que a ella siempre le había parecido atractivo. Era alto y tenía las facciones finas y afiladas, le recordaba vagamente a la foto de una estatua romana que había visto una vez a escondidas en un libro de la biblioteca central. Era una atracción platónica, pero hacía el trabajo más ameno. Ese día Milner vestía un traje color café, con una corbata a juego. Siempre concidían a la misma hora y en el mismo lugar, y ella siempre se fijaba en los colores de sus trajes; no obstante, ese día un pensamiento cruzó su mente. Se acordó de la mujer con la que se había cruzado en la calle, de su mirada despectiva, y cayó en la certeza de que esa mujer tan desagradable y altiva bien podría acabar siendo la esposa de Milner. Le pareció injusto, y ese sentimiento hizo que su atención cayera en la fuente que tenía delante de sí. Era pequeña y vieja, estaba sucia y oxidada; no se parecía en nada a la de Milner. Lo siguiente que vieron sus ojos fue el cartel que le quedaba a la altura de la nariz. Algo dentro de ella le golpeó, y fue un golpe amargo y seco. Lo siguiente que le vino a la mente fue una simple pregunta: “¿Por qué?”

Y esa pregunta empezó a dar vueltas en su cabeza, formando una espiral en descenso que no parecía tener fin, pues no encontraba una respuesta. La espiral creció a lo largo del día: mientras comía en la minúscula sala que servía a la vez de baño; mientras transportaba las telas del almacén a la tienda por un camino el doble de largo; mientras pensaba en cuándo tendría tiempo de devolver el libro que tomó prestado, pues su biblioteca quedaba a dos horas de distancia; mientras se dirigía a la estación de autobús más cercana para volver a casa; mientras veía pasar de largo tres autobuses con la mitad de asientos vacíos. Una llama ardía en su interior, ya no estaba confusa y triste, ahora se estaba confusa y enfadada. Al entrar en el autobús se sentó en la sección delantera, la misma que había visto vacía en los tres autobuses anteriores. Y así, sentada en su trayecto de vuelta a casa, con el “por qué” en la cabeza dando vueltas, lo sacó de dentro a través de sus labios cuando le pidieron que se levantara.

  • ¿Por qué?

La tan ansiada respuesta cayó como un yunque en su pesada mochila de 42 años:

  • No lo sé, señora. Es la ley.

La espiral se había desvanecido, la llama se había apagado, solo sentía cansancio. Y miraba al conductor a los ojos cuando rechazó amablemente la orden.

  • Señora, si no se mueve voy a llamar a la policía.

  • Adelante, puede hacerlo. Pero yo ya no puedo aguantar más el peso del silencio.

García Márquez

Mis dedos acariciaron tus labios, y tu corazón no se inmutó.

Tu mano rozó mi muslo, y mi vientre tembló de emoción.

Mis ojos se anclaron a los tuyos, pensando en ti;

y tus ojos se anclaron a los míos, pensando en ti.

Así se presenta la crónica de una muerte anunciada, que de tan anunciada, acabará siendo el doble de trágica.

 

Preparen las flores y el ataúd, mi loco corazón necesitará lugar de reposo cuando se apague su luz.

EL QUERER

Tengo un beso guardado para ti, seas quien seas. No sé por qué lo guardo, quizás debería tirarlo. Seguramente tú lo diste hace años, y no te culpo, es humano. Debe ser una bendición que nunca haya correspondencia en mi amor; querrá decir que todavía no has llegado? O quizás has llegado, pero no quieres venir, o prefieres las ninfas que bailan a tu son. Si no has llegado, cuánto vas a tardar? Si has llegado pero te has desviado, cuánto más te vas a quedar? No soy lo que se espera, quizás. Me quieren más pura o más corrupta? Me quieren entera o a medias? Me quieren en apariencia o en esencia?

Qué más da cómo ellos me quieran? Me quiero libre, me quiero yo, como Pedro* la quiso a Ella. Pura, libre, irreductible: yo. Y me quiero sola, acompañada, triste, feliz, enfadada, calmada, valiente, cobarde, perfecta, imperfecta, rota, entera, mía, tuya, de nadie, me quiero.

Y quererme es lo más arduo que haré en la vida. Y quereme será lo mejor que haré en la vida.

*Pedro Salinas, poeta de la Generación del 27​

MUDANZA

Apagaré tus miradas suavemente, sin que nadie escuche cómo se desvanecen. Cerraré el estuche de tu sonrisa, tan hipnotizante y atrayente, y cubriré con una densa manta tus palabras voladas y tus risas aterciopeladas. Las dejaré todas en el fondo de un baúl, cerrado con llave, y tiraré la llave al olvido, dejando el baúl en el pasado, y cerrando la puerta tras mi presente para irme hacia el futuro donde no te estaré esperando.

PESADILLA

Me despierto en el coche de camino a Francia. Pasaremos las vacaciones de semana Santa allí, al menos eso han decidido mis padres. Me dedico a observar el paisaje nevado de los Pirineos mientras suena una canción de los años ochenta. Pregunto cuánto falta para llegar, me responden que dos horas; bien, eso quiere decir que estamos a mitad de camino. Un bostezo involuntario sale de mi boca; le acompañan una pesadez en las pestañas y un cansancio que entumece mi cuerpo hasta caer en un sueño profundo.

De repente un ruido, un golpe, un grito que se detiene en seco y silencio. Abro los ojos y veo a mi padre con las manos al volante, reposando su cabeza sobre éste, mientras un hilo rojo le tiñe la pálida tez. Mamá está en el asiento de delante de mi, quieta. Me asomo para encontrarme con su mirada, pero la tiene clavada en el vacío, mientras una de las ramas del árbol contra el que estamos parados le tiñe el estómago de rojo a gran velocidad.

El horror que me produce la escena me resulta inexpresable; trato de gritar, pero me sale un suspiro entrecortado con sollozos más animales que humanos.

 

Me incorporo mientras trato de coger aire desesperadamente y busco a tientas la luz de mi habitación. Todo había sido un sueño. Aliviada, empiezo a reír, cada vez más eufórica, saboreando cada carcajada. Una vez me he calmado, me giro alegre y digo:

-No creerás lo que acabo de soñar… íbamos en coche a Francia y ¡de repente teníamos un accidente! A papá le empezaba a sangrar la cabeza, y a ti se te clavaba una rama en el estómago, en lugar de en la garganta.

Mamá me sonríe desde el espejo.

-Vaya, cariño, cada vez tienes sueños más realistas -le devuelvo la sonrisa mientras empiezo a entrar en un temblor desequilibrado, alienado-. Cielo, es tarde, tómate la pastilla y duérmete.

-De acuerdo mamá -ingiero la cápsula verde entre lágrimas antes de apagar la luz de nuevo.

EL MAR

Ansío el momento de llegar al mar, lanzarme a sus profundidades y durante instantes no respirar; sentir el vacío y el silencio, la calma sepulcral. Ya que no puedo sobrevivir a tus ojos de mar, mejor me hundo en los salvajes oleajes de verdad. Tus profundidades son mil veces más vertiginosas, más inseguras que navegar por el piélago a solas, persiguiendo sin rumbo una tempestad. Tus profundidades mienten, esconden, comparten, se divergen. No puedo domar lo indomable, apaciguar el caos cobarde. En en el acantilado, me golpeo el pecho contínuamente con las bárbaras olas que alguna vez a mí se dirigen. Mejor vuelvo atrás, mejor vuelvo al bosque. Los árboles, grandes y acogedores, nunca me dieron inseguridad, no son fríos, no son feroces, misteriosos ni furtivos.

Mejor me voy, y dejo que tu marea baile con las sirenas. Para mí no hay sitio ahí abajo; está demasiado oscuro, demasiado aislado, demasiado alejado. A lo largo de mi peregrinaje hacia las alturas te pensaré a ratos, solo hasta que no me duela más tu memoria. Y al llegar a la cumbre helada de la gran montaña, te enviaré recuerdos a través de los ríos que bajen a besarte los pies descalzos. Quizás no me recordarás, quizás sí lo harás; mas de una forma u otra, sabrás lo que nunca habrías sabido, y lo que nunca sabrás.

POETRY

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SPANISH

EL MODO INDICATIVO DEL VERBO AMAR

El modo indicativo del verbo amar

Me indica siempre lo cerca que he estado

De amarte casi tanto como amábamos,

Sin lograr amar como te amaré,

Aunque si lo pidieras te amaría

Tal y como ufana te habría amado

En aquel desesperanzado “amé"

Que nunca llegó a ser del todo amado,

Al menos no como, en un pretérito,

te indiqué.

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